Aquel viejo, viejo vino
Cuento Aquel viejo, viejo vino: adaptación del cuento de Gibrán Jalil Gibrán.
Cuenta una historia muy antigua que hace muchos años vivía un hombre muy rico y poderoso que tenía una vida llena de privilegios; residía en una casa enorme rodeada de hermosos jardines, vestía las más elegantes ropas y degustaba manjares que no estaban al alcance de casi nadie.
Cuando se paraba a pensar en todo lo que poseía, se sentía pletórico de felicidad.
– “¡No puedo ser más afortunado! Tengo todo lo que un hombre de cincuenta años puede desear: una hogar lujoso, criados que me sirven y oro a raudales para permitirme el capricho que me dé la gana ¡La verdad es que soy un tipo con suerte!”.
Sí, lo tenía absolutamente todo, pero de lo que más orgulloso se sentía era de la vieja bodega que había construido en el sótano de su mansión. Allí, rodeadas de oscuridad, reposaban decenas de botellas de vino que para él eran un auténtico tesoro.
Entre todas había una muy especial, la que consideraba la joya de la corona por ser la más antigua y valiosa. No permitía que nadie se acercara a ella y de vez en cuando bajaba a comprobar que seguía en su sitio.
Se la quedaba mirando, la acariciaba con suavidad y siempre pensaba lo mismo:
– “Esta botella contiene el mejor vino del planeta y sólo la descorcharé cuando venga a visitarme alguien realmente importante ¡Me niego a desperdiciar este exquisito caldo con gente que no lo merece y mucho menos con personas incapaces apreciarlo!”.
Resultó que un día pasó por su casa un hombre de negocios que gozaba de muy buena reputación en la ciudad. Mientras charlaba con él en el salón, pensó en bajar a la bodega y compartir con él su más preciada botella.
La idea revoloteó por su cabeza unos segundos, pero rápidamente cambió de opinión y se dijo a sí mismo:
– “¡No, no, será mejor que no! Este caballero no es lo suficientemente importante como para invitarle a beber mi fabuloso vino de reserva… ¡Le daré agua fresca y santas pascuas!”.
Un par de meses después recibió por sorpresa la visita del presidente del gobierno de su país, y por supuesto, le invitó a comer.
Cuando los criados sirvieron el suculento asado, al hombre le asaltó el mismo pensamiento que tiempo atrás.
– “¡Qué honor tener al presidente en mi casa! Tal vez debería abrir mi maravillosa botella de vino para acompañar la carne… ¡Bueno, no, la dejaré para otra ocasión! Su ropa es bastante fea y anticuada, así que me temo que un hombre con tan poco gusto no va a disfrutar de un vino sólo apto para paladares refinados”.
Y así fue cómo, una vez más, dejó pasar la oportunidad de degustar su excelente vino en buena compañía.
Llegó el otoño y una tarde ventosa recibió una carta de palacio que anunciaba que, en unas horas, recibiría la visita del príncipe del reino. Como es lógico la idea le entusiasmó y se puso bastante nervioso. Todo tenía que estar perfecto cuando llegara el hombre más ilustre que podía pisar su hogar ¡Nada más y nada menos que el príncipe!
Llamó a los criados a golpe de campana y cuando los tuvo frente a él, les indicó:
– El príncipe almorzará aquí mañana ¡Se presentará a las doce, y tanto la casa como los jardines tienen que estar limpios y esplendorosos! Por descontado, no quiero que falte ningún detalle en la mesa ¡Pongan el mantel de encaje, los platos de porcelana y las copas de cristal reservadas para los banquetes!
El hombre sentía que el corazón le latía a mil por hora.
– ¡Y por favor, esmérense con la comida! Tenemos que ofrecerle el mejor pescado fresco que encuentren y los postres más deliciosos que sean capaces de preparar ¿Queda claro?
Los sirvientes asintieron con la cabeza y se fueron a toda prisa a organizarlo todo pues no había tiempo que perder. Él, mientras tanto, se quedó mordisqueándose las uñas y reflexionando sobre su cotizada botella.
– “¿Será mañana el día más apropiado para servir ese vino?… ¡Se trata del príncipe!… ¿Qué hago, le invito o no le invito?”.
La duda que le corroía se esfumó rápidamente:
– “¡Bah, no, me niego! Al fin y al cabo no es un rey ni un emperador, sino un joven príncipe que se lo va a beber a grandes tragos como si fuera un vino barato”.
Y así fue que los años fueron pasando y pasando hasta que el hombre se convirtió en un anciano que de viejo se murió. Tanto había esperado la ocasión perfecta para abrir su queridísima botella, que abandonó este mundo sin probarla.
La noticia de su fallecimiento corrió como la pólvora. Como había sido un hombre rico e influyente en vida, todos sus vecinos y empleados acudieron a su casa para darle el último adiós.
¡En el comedor no cabía un alma! Se reunieron decenas de personas y los criados se vieron obligados a bajar a la bodega a por botellas de vino para servir unas copas. Se las llevaron todas, incluida la botella de vino añejo que tan celosamente había guardado su señor durante más de cuarenta años.
¡Una verdadera lástima!…Quienes lo bebieron no se dieron ni cuenta de que estaban tomando un carísimo vino único en el mundo; para ellos, el vino era simplemente, vino.