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El clavo

El clavo. Adaptación del cuento de los hermanos Grimm.

 El último sábado de cada mes, el señor Bauer acudía al mercado de la ciudad cargado de encajes, linos y sedas. Puntualmente, a primera hora de la mañana, llegaba a la plaza mayor, ataba a su caballo Hans a una columna de piedra y montaba su tenderete. Dada la categoría de su mercancía, siempre tenía a su disposición un lugar privilegiado junto a la puerta del ayuntamiento.

El señor Bauer presumía de tener entre sus clientas a las damas más distinguidas y adineradas de la comarca. A todas, ya fueran pizpiretas jovencitas o mujeres que lucían canas, se les caía la baba cuando tocaban los finísimos tejidos que el viejo comerciante traía del lejano Oriente. Ninguna podía resistirse a las coloridas telas de la India, a los suaves terciopelos de España o a los preciosos estampados del lejano Japón.

A las ocho de la tarde, ni un minuto más ni un minuto menos, ponía fin a la venta. Recogía los bártulos, desataba a Hans y regresaba a su casa de campo lo más rápido posible porque sabía que su cartera, rebosante de monedas de oro, era una tentación para los ladrones. Para no llevarla a la vista, la escondía disimuladamente dentro de su bota derecha y, en cuanto abría la puerta de su vivienda, guardaba la ganancia en un bote de harina. Estaba convencido de que si algún desconocido entraba a robar, jamás buscaría en la despensa de la cocina.

Así era siempre hasta que, en cierta ocasión, justo cuando se subía al animal para volver a su hogar, se le acercó el panadero que tenía la tahona en la calle principal.

  • Señor Bauer, me he fijado que a una de las herraduras le falta un clavo.

El hombre se sorprendió.

  • ¿Está seguro?

El panadero se agachó, levantó la pata trasera izquierda de Hans y mostró la pezuña al señor Bauer. Claramente, sólo quedaban tres de los cuatro clavos originales.

  • ¿Quiere que le consiga uno? No tardaré más de diez minutos.

El señor Bauer rechazó la ayuda.

  • ¡Uy, no, no, no! Tengo muchísima prisa. Además, no creo que el caballo note que le falta el clavo. Mañana por la mañana solucionaré el problema.
  • Si ese es su deseo, que tenga usted un buen viaje.

El comerciante se despidió con la mano mientras se alejaba al galope. Vivía a casi dos horas de la ciudad y, tras una jornada agotadora de trabajo, su único pensamiento era salvaguardar el dinero y meterse en la cama antes de la medianoche.

A mitad de camino, el señor Bauer tuvo que acercarse al río para que Hans pudiera beber. Junto a la orilla, un joven aguardaba pacientemente a que alguna trucha confiada mordiera el anzuelo de su caña de pescar. El señor Bauer le saludó con cortesía.

  • Buenas noches, caballero. Espero que mi caballo no espante a los peces.

El pescador le dedicó una sonrisa.

  • No se preocupe. Tengo toda la noche por delante para pescar. ¡Déjelo que beba tranquilo!

El señor Bauer dio una palmadita en el lomo a Hans y él, muy obediente, dobló las patas para meter su enorme hocico en el agua helada. El problema fue que, al inclinarse, perdió el equilibrio y su cuerpo se tambaleó hacia los lados. Si no fuera porque su dueño sujetó rápidamente las riendas, se habría caído al río. Al pescador le pareció rarísimo.

  • Disculpe si le parezco entrometido, pero creo que a su caballo le pasa algo raro. Diría que le duele mucho la pata de atrás cuando la apoya en el suelo.
El señor Bauer no se mostró muy afectado.

  • ¡Oh, bueno, no me extraña! Le falta un clavo en la herradura y supongo que está molesto.

El chico se compadeció.

  • ¡Qué lástima! Al otro lado del río, junto a la posada del matrimonio Müller, vive un herrador. A estas horas estará cenando, pero, como es una urgencia, no creo que tenga inconveniente en ponerle el clavo.

El señor Bauer escuchó el blablablá del pescador sin intención alguna de seguir su consejo.

  • Se lo agradezco enormemente, pero prefiero continuar mi viaje. ¡No sabe usted las ganas que tengo de descansar y dormir a pierna suelta!
  • ¿Se va ya?—
  • Sí, ya no le entretengo más. Encantado de conocerle y hasta otra ocasión.

El comerciante se subió al caballo, hizo una inclinación de cabeza para despedirse y retomó la senda principal.

Llevaba menos de quince minutos de trayecto cuando el caballo empezó a cojear y a arrastrar la pata. El señor Bauer, temeroso de que un maleante pudiera asaltarle en plena oscuridad, le animó a seguir avanzando a buen ritmo.

  • ¡Vamos! ¡No te pares, Hans! Todavía estamos lejos de casa.

El pobre aguantó tres minutos más antes de soltar un grito lastimero y desplomarse en el suelo.

  • ¡Oh, no puede ser!

El señor Bauer dio un salto a tierra y comprobó que había sucedido lo peor: Hans acababa de romperse una pata.

  • ¡Qué contrariedad! Y ahora, ¿qué hago?

Valoró las posibilidades y, finalmente, dijo a su caballo:

  • No me queda otra que ir a buscar a un veterinario; él sabrá qué hacer. Sé bueno y no te muevas hasta que yo regrese.

A un par de kilómetros, distinguió unas lucecitas brillando en la noche. Sin duda, se trataba de una pequeña población.

  • Iré andando hasta allí. No tardaré mucho, Hans.

Con la luna llena como única linterna, el señor Bauer partió en busca de ayuda. Se sentía contrariado, pero, para mayor desgracia, lo peor estaba por venir. ¿Qué sucedió? Pues que, justo cuando entraba en el pueblo, dos desconocidos aparecieron por sorpresa, saltaron sobre él para que cayera de espaldas y le inmovilizaron en el suelo. El más alto y fuerte le amenazó:

  • ¡Si quieres seguir con vida, danos todo el dinero que llevas encima!

El señor Bauer no quiso resistirse.

  • El monedero está dentro de mi bota. ¡Os prometo que es todo lo que tengo!

Los bandidos lo cogieron y se pusieron en pie, dejando al señor Bauer tirado sobre la hierba. Antes de irse, el más fornido de los dos le hizo una reverencia burlona.

  • ¡Gracias por el donativo! ¡Nos lo gastaremos con sumo gusto a su salud!

El señor Bauer los vio perderse en la oscuridad, dando saltos de alegría y riéndose a carcajadas. Se sentía rabioso y dolorido por el golpe, pero no podía hacer nada.

  • ¡He sido egoísta e irresponsable! Si hubiera puesto el clavo en la herradura al principio, cuando me lo advirtió el panadero, nada de esto habría sucedido.

Ciertamente, ya era demasiado tarde. Tenía que haber sido más sensible con el sufrimiento de su caballo y ahora debía afrontar las consecuencias de su mala decisión. Con la lección aprendida, consiguió levantarse, se sacudió los pantalones y entró en el pueblo con la esperanza de que el veterinario pudiera curar a su fiel amigo Hans.