














Érase una vez un joven pastor llamado Pedro que se pasaba el día con sus ovejas.
Cada mañana muy temprano las sacaba al aire libre para que pastaran y corretearan por el campo. Mientras los animales disfrutaban a sus anchas, Pedro se sentaba en una roca y las vigilaba muy atento para que ninguna se extraviara.
Un día, justo antes del atardecer, estaba muy aburrido y se le ocurrió una idea para divertirse un poco: gastarle una broma a sus vecinos. Subió a una pequeña colina que estaba a unos metros de donde se encontraba el ganado y comenzó a gritar:
– ¡Socorro! ¡Auxilio! ¡Que viene el lobo! ¡Que viene el lobo, ayuda por favor!
Los habitantes de la aldea se sobresaltaron al oír esos gritos tan estremecedores y salieron corriendo en ayuda de Pedro. Cuando llegaron junto a él, encontraron al chico riéndose a carcajadas.
– ¡Ja ja ja! ¡Os he engañado a todos! ¡No hay ningún lobo!
Los aldeanos, enfadados, se dieron media vuelta y regresaron a la aldea.
Al día siguiente, Pedro regresó con sus ovejas al campo. Empezó a aburrirse sin nada que hacer más que mirar la hierba y las nubes ¡Qué largos se le hacían los días! … Decidió que sería divertido repetir la broma de la otra tarde.
Subió a la misma colina y cuando estaba en lo más alto, comenzó a gritar:
– ¡Socorro! ¡Socorro! ¡Necesito ayuda! ¡He visto un enorme lobo atemorizando a mis ovejas!
Pedro gritaba tanto que su voz se oía en todo el valle. Un grupo de hombres se reunió en la plaza del pueblo y se organizó rápidamente para acudir en ayuda del joven. Todos juntos se pusieron en marcha y enseguida vieron al pastor, pero el lobo no estaba por ninguna parte. Al acercarse, sorprendieron al joven riéndose a mandíbula batiente.
– ¡Ja ja ja! ¡Me parto de risa! ¡Os he vuelto a engañar, pardillos!
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