
















Una mañana húmeda y soleada, un grupo de verdes y dicharacheras ranitas salió al bosque a dar un paseo. Eran cinco ranas muy amigas que, como siempre que se juntaban, iban croando y dando brincos para divertirse.
Desafortunadamente, lo que prometía ser una alegre jornada se truncó cuando dos de ellas calcularon mal el salto y cayeron a un tenebroso pozo.
Las otras tres corrieron a asomarse al borde del agujero y se miraron compungidas. La más grande exclamó horrorizada:
– ¡Oh, no! ¡Nuestras amigas están perdidas, no tienen salvación!
Negando con la cabeza empezó a gritarles:
– ¡Os habéis caído en un pozo muy hondo! ¡No podemos ayudaros y no intentéis salir porque es imposible!
Las dos ranitas miraron hacia arriba desesperadas ¡Querían salir de ese oscuro túnel vertical a toda costa! Empezaron a saltar sin descanso probando de todas las maneras posibles, pero la distancia hacia la luz era demasiado grande y ellas demasiado pequeñitas.
Otra de las ranas que las observaba desde la boca del pozo, en vez de animarlas, se unió a su compañera.
– ¡Es inútil que malgastéis vuestras fuerzas! ¡Este pozo es tremendamente profundo!
Las pobres ranitas continuaron intentándolo pero o no llegaban o se daban de bruces contra las resbaladizas paredes cubiertas de musgo.
La tercera rana también insistió:
– ¡Dejadlo ya! ¡Dejad de saltar! ¿No veis que vais a haceros daño?
Las tres hacían aspavientos con las patas y chillaban todo lo que podían para convencerlas de fracasarían en el intento. Finalmente, una de las dos ranitas del pozo se convenció de que tenían razón y decidió rendirse; caminó
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